Playa Mizata, La Libertad. Son las 2:30 de la madrugada del 25 de mayo de 2022. La temporada de desove de tortugas marina ya empezó. Y a Mizata llegan las cuatro especies en peligro de extinción que registra El Salvador: Carey, Golfina, Prieta y Baule. En medio de la inmensidad de la playa y con el sonido fuerte de las olas, Geovani Menjívar alumbra para un lado y otro buscando golfinas. Él nació en esta playa hace 38 años y sabe que las tortugas atraen a los saqueadores de nidos, por eso trata de recolectar la mayor cantidad de huevos que puede para incubarlos en el vivero que ha hecho en el patio de su casa, un rancho a la orilla del mar.
Esta es una actividad que Menjívar realiza desde hace 14 años. En la actualidad, el protector de las tortugas marinas tiene un nuevo reto: luchar contra un proyecto estatal que amenaza con dejarlo sin playa para sus tortugas y sin hogar para su familia.
El Gobierno de Nayib Bukele ha planificado la construcción del Parque Público Costero Playa Mizata que tendrá: malecón de 250 metros, zona deportiva con gimnasio al aire libre, skatepark, cancha de fútbol y voleibol playa, cancha de baloncesto, un anfiteatro para 600 personas, parqueos, un mirador y senderos.
El área a intervenir para este parque de playa será de 43,240 metros cuadrados, es decir, un espacio donde cabe seis veces el estadio Cuscatlán. Todo para atraer el turismo intensivo de Surf City hacia el municipio de Teotepeque, que está fronterizo con el departamento de Sonsonate.
Según el sistema electrónico de compras públicas, el proyecto está en la fase de diseño. Para el cual, el Fondo de Conservación Vial (Fovial) ha destinado $519,550.32 incluyendo impuestos. La institución recibió ofertas de los interesados hasta las 9:30 de la mañana de este 29 de junio.
En la descripción del proyecto, el Fovial recalca constantemente que el objetivo es “aprovechar” las vistas hacia la playa que “han sido bloqueadas por la invasión de negocios y viviendas sobre el derecho de vía”, lo que permitirá pasar de un “concepto comercial informal a un concepto contemplativo de paisaje”.
El Ejecutivo tiene claro el proyecto, sin embargo, los colonos de la playa Mizata no han tenido información oficial sobre la construcción. Y desde noviembre del año pasado, han sido acosados por personal del Ministerio de Obras Públicas (MOP) para que se vayan. “Saquen a esos muertos de hambre de ahí”, “dicen que tenemos casas de payasos, unas ramadas feas”, “no tenemos para dónde irnos”, son los comentarios más comunes entre las personas entrevistadas por MalaYerba en un recorrido por la comunidad, que también es cuna de surfistas y pescadores.
El escenario es desolador para el protector de tortugas, quien piensa que la comunidad de playa Mizata será “la siguiente caravana en emigrar”, porque “no tenemos a dónde ir y —al no ser propietarios de la tierra— no nos van a dar opciones de reubicación”, dice resignado.
Gentrificación: la marca Surf City
Esto que ocurre en Mizata, “es el falso desarrollo que se está prometiendo”, señala Alejandra Soto, una ambientalista que conoce a la comunidad y que ha colaborado con la conservación de tortugas en el lugar. Ella explica que el desarrollo debe incorporar a las comunidades, no desplazarlas. Además, se pregunta, “¿qué necesidad hay de hacer un anfiteatro ahí?, responde que ninguna, pues precisamente la belleza de Mizata radica en la conservación de la naturaleza de la playa.
Por otro lado, la antropóloga de la Red de Investigadores Ambientales (Redia El Salvador), Isabel Quintanilla, explica que en este enfoque de “desarrollo” promovido por el Gobierno, se encuentra una dicotomía: “el crecimiento urbano” versus “la ruralidad como categoría de desfase o de lo obsoleto”. Según la académica, esta narrativa no permite que las comunidades y su concepción del espacio-territorio permanezcan dentro de los nuevos proyectos urbanísticos en la costa, al considerarlas desfasadas.
Lo que sucede, agrega el economista ambiental Luis Vargas, es que hay una discordancia entre la verticalidad del proyecto y los contextos de los territorios. Estos proyectos no incluyen desde el inicio factores culturales, programas locales de desarrollo y “entran en conflicto” una vez se empiezan a ejecutar, acota.
Los conflictos concluyen en la gentrificación de los territorios, afirma la investigadora Ileana Gómez Galo, de la Fundación Prisma. En este caso, dice, la especulación inmobiliaria y la puesta en marcha de Surf City han acelerado este fenómeno en la zona costera, que es más vulnerable en el ámbito socioambiental. “La gentrificación es ese desplazamiento de habitantes por otros que tienen un distinto poder adquisitivo, esto incrementa el precio de la tierra y, en algunos casos, hay un cambio del uso del suelo», precisa.
A los factores socioeconómicos se agregan los daños ambientales. Mizata es una playa donde convergen cuatro ecosistemas: Acantilados, plataformas intermareales (donde se instalan arrecifes), playa arenosa y canto rodado (piedra suelta), de acuerdo con el biólogo e investigador de la Universidad Francisco Gavidia, Enrique Barraza. Mizata está interconectada con los arrecifes coralinos del Área Natural Protegida Los Cóbanos y su zona de amortiguamiento. Por lo que, “lo que afecte a Mizata, afectará a Los Cóbanos”, sostiene Barraza.
La playa Mizata registra especies en amenaza y peligro de extinción como el caracol púrpura, los pepinos de mar y las cuatro especies de tortugas marinas que anidan en el país. Éstas últimas abandonan sus sitios de anidación con la intervención humana: la iluminación artificial, las calles, el tránsito de vehículos y personas, las afectan. Dentro del parque que planea el Ejecutivo, el malecón y la zona de sombrillas caen en sitios de anidación, explica Menjívar.
Sitios de máxima protección
La comunidad en playa Mizata sigue su cotidianidad mientras llega el desalojo. Es un día soleado de noviembre, y Geovani Menjívar está limpiando la playa con un grupo de niños que habitan el lugar. La mayoría ha aprendido a convivir con la naturaleza, y para ellos es normal ver una que otra tortuga marina llegar a desovar a cualquier hora del día o la noche.
“Si llegaran a intervenir la playa, a vista de un catálogo de turismo se va a ver muy bonito, pero si lo vemos del punto de vista ecológico va a ser una destrucción total a muchas especies”, asegura Menjívar.
En 2017, el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN) trató de blindar estos espacios costeros en el Decreto Ejecutivo 59, relativo en la Zonificación ambiental de la Franja Costero Marina. Este decreto marca la zona de construcción del Parque Público Costero de Mizata entre áreas de máxima protección y de edificación condicionada.
En la primera solo se permite el ecoturismo, agroturismo y la reforestación. La segunda categoría autoriza “aprovechar racionalmente el suelo”, o sea, se permite la urbanización controlada.
Sin embargo, el blindaje de nada sirve cuando los proyectos vienen del Ejecutivo o sus círculos empresariales cercanos. Así quedó demostrado el caso del Aeropuerto del Pacífico, dónde el ministro Fernando López hizo una nueva zonificación que quitó la protección y volvió urbanizables los terrenos donde se construirá esa promesa de campaña del presidente Bukele. O el caso de la urbanización del cerro Afate en el lago de Coatepeque, un sitio que protege la zonificación ambiental, pero que el MARN está permitiendo que se deprede con todo y permiso ambiental.
Los mismos urbanizadores del Afate, Corporación Venecia, S.A. de C.V., ahora también tienen un proyecto en la playa Mizata con el nombre: Ocean Breeze, Eco Hotel, Villas & Beach Resort. Este megaproyecto del tamaño de 38 veces el estadio Cuscatlán, incluye: hotel, zona comercial y complejo habitacional con 24 casas y cuatro torres de apartamentos, seis eco-bungalows, entre otra infraestructura.
A pesar de estar ubicado en terrenos clasificados de máxima protección y protección ambiental por la zonificación del MARN, ese ministerio aún mantiene en evaluación el megaproyecto privado.
Mientras toda esa “inversión” pública y privada llega a la playa Mizata, el protector de las tortugas marinas, Geovani Menjívar, continúan su plan de conservación. “Tenemos que devolver algo de lo bueno que nos da la naturaleza”, dice mientras espera a que lleguen a desalojarlo.