Contaminar y pagar para no ser juzgado

En Guatemala, desechar residuos a un lago puede resolverse a cambio de 13 mil dólares; contaminar el suelo con metales tóxicos puede saldarse con 40 mil. Esto es posible gracias a un mecanismo legal que usa la fiscalía para resolver buena parte de los casos de contaminación industrial. Lo que podría parecer un sistema efectivo de justicia, en realidad abre la puerta a que importantes empresas eviten ser juzgadas por cometer delitos ambientales. Al final, no se logra detener ni resarcir el daño a la naturaleza.


Durante dos años, la depuradora de aguas de la fábrica metalúrgica Galcasa no funcionó bien. La empresa, conocida por sus láminas para techo marca Elefante, regó jardines y áreas deportivas de sus instalaciones en Villa Nueva, al sur de la ciudad de Guatemala, con aguas que contenían altos niveles de metales tóxicos —plomo, zinc o cromo hexavalente— que se filtraron por el suelo de una de las zonas más pobladas del país entre 2014 y 2016.

A 20 kilómetros de Villa Nueva, sobre la carretera que va a San Lucas Sacatepéquez, se encuentra la fábrica de productos de limpieza y cosméticos Lecleire. Entre 2010 y 2015, esta empresa desechó aguas sin tratamiento a una zanja que corría entre los bosques de la zona y que terminaba en un río de la cuenca del lago Amatitlán. Durante cinco años, los vecinos del residencial La Floresta olieron el agua maloliente que descendía por su propiedad.

Detalle del agua contaminada en el lago de Amatitlán por el alga microcystis, la cual se alimenta de aguas residuales.

A casi 300 kilómetros de allí, cerca de la frontera mexicana, en San José el Rodeo, departamento de San Marcos, la constructora Mavico extrajo sin permiso arena del río Cabuz. Además, entre 2016 y 2017, taló miles de ejemplares de guachipilín, árbol que está en la lista nacional de especies amenazadas. La madera se vendía como leña al borde de la carretera.

En las planicies costeras del mismo departamento, el grupo HAME posee miles de hectáreas sembradas con palma africana, cultivo del que se extrae aceite comestible. En una de sus plantas procesadoras, en la finca San Juan El Horizonte, la empresa incumplió la legislación sobre aguas industriales entre 2010 y 2014. Éstas contenían altos niveles de fósforo y cromo hexavalente, elementos nocivos para la salud y, aun así, se reutilizaban para regar cultivos y se concentraban en lugares no aptos, por lo que podían filtrarse al manto freático.

Un hombre pasea en bicicleta frente a una extensión de palma aceitera, en Petén, al norte del país.

Poco antes de que se descubriera la contaminación, vecinos denunciaron la mortandad de peces en el río Pacaya. Santos Juárez, habitante de la zona, dijo a la Policía: “Cuando llegamos, el río se miraba lleno de pescados flotando. Sin exagerar, le puedo asegurar que eran toneladas de pescados que se hallaban muertos”.

En los cuatro casos, vecinos o instituciones públicas denunciaron a las empresas de graves delitos ambientales, entre ellos el de contaminación industrial, que puede implicar penas de más de una década en prisión.

La Fiscalía de Delitos contra el Ambiente recibió las denuncias, empezó la investigación, presentó algunas pruebas y un juez consideró que había elementos para continuar con los procesos. Pero ninguna de las empresas fue juzgada. La fiscalía decidió no buscar una condena, prefirió negociar.

Galcasa donó al Estado el equivalente a 17 mil dólares, a cambio de que su representante legal no fuera juzgado. Lecleire obtuvo el mismo trato al pagar 33 mil dólares; Mavico lo consiguió por 13 mil y HAME, con 40 mil.

Estas empresas se beneficiaron del criterio de oportunidad, figura legal que permite a la fiscalía, con la autorización de un juzgado, no perseguir ciertos delitos a cambio de que los acusados dejen de delinquir y paguen un resarcimiento al Estado.

En los últimos años, algunas de las principales empresas del país se libraron de ser juzgadas, gracias al criterio de oportunidad. Además de Galcasa, Lecleire, Mavico o HAME, lo han obtenido Avícola Villalobos y el Grupo PAF  —que dominan el sector avícola—, ALCSA —comercializadora de arroz— y Licorera Nacional. También grandes textileras como Tata, que se presenta como la mayor productora de cinturones del mundo; o las fábricas de sanitarios American Standard y las sopas instantáneas Laky Men.

En Guatemala, el criterio de oportunidad se aplica en forma sistemática en delitos que afectan a la naturaleza. Las estadísticas así lo muestran: entre 2015 y 2020, la Fiscalía de Delitos contra el Ambiente solicitó tres criterios de oportunidad por cada sentencia que obtuvo.

Durante el último año, El Intercambio investigó cómo funciona el criterio de oportunidad en los delitos contra el ambiente. Ni el Ministerio Público o el Organismo Judicial proporcionaron información detallada sobre los casos resueltos con esta figura, solo ofrecieron estadísticas. El jefe de la Fiscalía de Delitos contra el Ambiente, Yoni Morales, tampoco respondió a la solicitud de entrevista. Aun así, se pudo acceder al expediente de 17 casos en los que se aplicó este mecanismo y se obtuvieron datos de otros procesos.

Un perro a las orillas del río La Pasión junto a un pez muerto, durante el ecocidio de Sayaxché (2015), donde más de 150 kilómetros de río fueron contaminados y el proceso judicial contra la empresa contaminante sigue detenido.

El panorama que se obtuvo muestra a una fiscalía débil, con escasos recursos, que prefiere aplicar el criterio de oportunidad y no ir a juicio, porque así resuelve con rapidez buena parte de las mil nuevas denuncias que recibe al año. En su afán por solucionar casos, la fiscalía renuncia a conseguir resarcimientos sustanciales. Los pagos que obtiene no compensan el daño ambiental, no son disuasivos y apenas contribuyen a fortalecer instituciones que deben proteger el ambiente.

Además, se encontraron evidencias de que el uso sistemático del criterio de oportunidad conduce a situaciones paradójicas: pedir resarcimientos más altos, por ejemplo, puede ser positivo para atender el daño ambiental, pero no deseable para los fiscales, porque esto propicia que los procesados no acepten el criterio de oportunidad y asuman el riesgo de ir a juicio.

Investigar a fondo los casos, averiguar el daño real causado a la naturaleza o a la salud, también puede resultar contraproducente para los fiscales. Como los jueces sólo pueden autorizar la aplicación del criterio de oportunidad en delitos de poco impacto, hacer una investigación exhaustiva que demuestre los contrario, dificultaría su aplicación.

En este sistema de justicia ambiental, a las grandes empresas les resulta más barato ignorar la legislación que cumplirla.

Contaminación industrial, sin condenas

La contaminación industrial es uno de los delitos ambientales más graves previstos en el Código Penal de Guatemala. Aun así, es de los que más se resuelven usando el criterio de oportunidad.

Entre 2015 y 2020, por cada sentencia emitida por contaminación industrial, la fiscalía solicitó nueve criterios de oportunidad. En cinco años, solo a tres empresas se les condenó por contaminar. En cambio, en delitos como el tráfico ilegal de flora y fauna, se obtuvieron tantas sentencias como criterios de oportunidad, 92 y 91, respectivamente.

En los 17 expedientes a los que se accedió, la acusación más común fue haber desechado aguas con residuos dañinos al suelo, a ríos o al alcantarillado. En quince de estos casos los contaminantes terminaron en la cuenca de Amatitlán, el cuarto lago más grande del país, que desde hace décadas se convierte, poco a poco, en un pantano.

Un miembro de la brigada de limpieza de AMSA recoge basura vertida en el lago de Amatitlán.

En los expedientes que se consultaron, las empresas admitieron la responsabilidad y recibieron el criterio de oportunidad. Casi siempre alegaron que había sido un accidente o que el daño era mínimo. La fiscalía no las contradijo. Las compañías evitaron ir a juicio con pagos menores a los 40 mil dólares. La sanción promedio fue de 18,500 dólares.

En todos los casos, el resarcimiento fue cuantificado en dinero, pero se pagó en especie: se donaron materiales de construcción, vehículos o mano de obra para instituciones del Estado. En la mayoría de los asuntos, la fiscalía permitió que parte de los recursos se destinaran a fines no relacionados con la protección del medio ambiente.

Por ejemplo, en el proceso contra Avícola Villalobos, por contaminación de aguas, se acordó un resarcimiento de 35 mil dólares. Buena parte del monto se destinó a la Autoridad para el Manejo Sustentable de la Cuenca del Lago Amatitlán (AMSA), pero 9 mil dólares fueron para clínicas odontológicas de Villa Nueva y para renovar una escuela.

En otros casos, la fiscalía permitió que no existiera resarcimiento ambiental. A la Licorera Nacional, por ejemplo, se le impuso una sanción de 12 mil dólares por verter sus aguas industriales sin tratamiento en el alcantarillado de Mixco, al oeste de la capital. Ese dinero se destinó a la reparación de baños y construcción de jardines en el hospital de Amatitlán.

A veces, la compañía acusada fue la que decidió el destino del resarcimiento. Así ocurrió en el proceso contra el grupo HAME por contaminación de agua y suelo. Más de la mitad de los casi 40 mil dólares se emplearon en un programa de responsabilidad social corporativa de la empresa llamado: Haz Tu Parte. Este consistía en proveer a poblaciones vecinas recipientes para basura y en financiar jornadas para retirar desechos de un río. Algunas de las comunidades que denunciaron a HAME por la mortandad de peces no fueron beneficiadas.

Sin recursos para investigar

El caso parecía uno de eso destinados a proporcionar a la fiscalía una victoria segura. El rastro, situado cerca de la colonia Venecia, en Villa Nueva, al sur de la ciudad de Guatemala, operó durante años incumpliendo casi todas las normas ambientales y sanitarias.

En 2006, vecinos acudieron a la Fiscalía de Delitos contra el Ambiente para relatar cómo la empresa Multi Carnes vertía sus desechos en un drenaje abierto por el que descendía agua maloliente, con restos de sangre y heces, hasta el río Platanitos.

Las primeras inspecciones confirmaron que el rastro contaminaba un río e ignoraba normas básicas de higiene. Las autoridades de Salud y Agricultura ordenaron el cierre de la empresa. La representante legal de Multi Carnes fue procesada por contaminación industrial y quedó libre bajo fianza. Cuatro años después, en 2010, cuando el caso llegó a juicio, quedó claro que lograr una condena no sería fácil. El tribunal absolvió a la acusada.

El rastro contaminó el río y era un riesgo para la salud, pero la fiscalía no mostró que la persona procesada fuera la culpable, razonó el tribunal. “No se indica día, mes o año en el que se cometió el ilícito”, se afirma en la sentencia.

Toneladas de basura, que incluyen diferentes materiales contaminantes, inundan el lago de Amatitlán. Con las primeras lluvias, la basura y los deshechos sólidos son arrastrados por los ríos de los municipios aledaños hasta desembocar en el lago.

Perseguir delitos ambientales nunca ha sido sencillo en Guatemala. Desde que fue creada, a mediados de la década de los noventa, la carga de trabajo de la Fiscalía de Delitos contra el Medio Ambiente se fue disparando conforme en el país aumentaban las regulaciones y la presión sobre los recursos naturales. Solo en la primera década de este siglo, las denuncias recibidas por delitos ambientales se multiplicaron por cinco, de 270 a casi 1,100 anuales.

Y aunque hay más delitos, el presupuesto de la fiscalía no ha crecido. En los últimos tres años, este se ha mantenido estable, en apenas 1.7 millones de dólares. Tampoco aumentaron sus capacidades técnicas.

El Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), que debe asistir a la fiscalía en sus investigaciones, carece de un laboratorio ambiental. Los técnicos de la institución no pueden determinar si, por ejemplo, un suelo o un río ha sido contaminado con metales pesados.

Quien colabora con la fiscalía es el Laboratorio Nacional de Salud (LNS), que cuenta con más capacidades, pero no le sobran recursos y sí le sobrepasan tareas: realizar pruebas de inocuidad de alimentos, testear la calidad de los medicamentos o detectar plagas en cultivos.

La debilidad técnica de la fiscalía provoca que sea más atractivo acordar un criterio de oportunidad que ir a juicio.

El criterio de oportunidad garantiza una solución más o menos rápida y la obtención de un resarcimiento. Un juicio, en cambio, se alarga años, exige más recursos y puede poner en evidencia la posibles debilidades de la investigación. Además, no garantiza el resarcimiento. Como sucedió en el caso del rastro Multi Carnes, siempre se puede perder.

Buscar el criterio de oportunidad, además, es congruente con los casos que la fiscalía persigue con más frecuencia. Los fiscales tienden a ocuparse de los delitos que no requieren una investigación exhaustiva. Por ejemplo, aquellos en que los acusados son capturados en flagrancia y que se pueden probar con informes policiales.

El 80 por ciento de las mil acusaciones presentadas por la fiscalía, entre 2015 y 2020, fueron por cuatro delitos: tres relacionados con tala de árboles y el cuarto con el contrabando de animales y plantas. Solo el 3 por ciento fueron por contaminación industrial.

Y precisamente porque la fiscalía tiende a centrarse en los casos más sencillos y, con frecuencia de menos impacto, es que se recurre de manera habitual al criterio de oportunidad. Sin embargo, los fiscales parecen haber ido más lejos: han convertido a este mecanismo en la forma de resolver prácticamente todos sus casos.

Lo aplican cuando los acusados son campesinos que talaron árboles sin permiso. Y también cuando los procesados son grandes empresas que cometen delitos cuyo impacto es más difícil de precisar, pero potencialmente mayor.

“La política es desjudicializar siempre”, dijo Rafael Maldonado, abogado que ha litigado durante más de una década en casos ambientales. “Hay un abuso de la figura (del criterio de oportunidad). Se está utilizando para construir estadísticas, para dar una imagen de falsa efectividad del Ministerio Público”.

Delitos graves que se minimizan

La ley permite utilizar el criterio de oportunidad cuando se cumple con al menos uno de varios requisitos. Por ejemplo, que el delito no implique una pena máxima de más de cinco años. También se puede otorgar si el acusado tuvo una participación mínima en los hechos o si no mostró voluntad de delinquir.

La mayoría de abogados y activistas consultados no se oponen al criterio de oportunidad. Consideran que puede ser un mecanismo positivo, porque contribuye a una justicia más pronta y pone en el centro la idea de la reparación del daño. Pero coinciden en que la fiscalía no lo utiliza de manera adecuada.

Primero, porque no tiene en cuenta el valor real de los bienes naturales destruidos o los servicios que proveen recursos como el agua o los árboles. Esto explica por qué los montos de los resarcimientos son tan bajos y no disuasivos para las grandes empresas.

La otra crítica que realizan es que la fiscalía busca el criterio de oportunidad de manera sistemática; busca negociar un resarcimiento antes de investigar si se trata de un caso grave que amerita llevarse a juicio y buscar una sentencia que siente un precedente.

“La fiscalía usa los criterios (de oportunidad) como forma de limpiar la mesa porque tiene muchos casos. La carga de trabajo justifica que no se profundice, que se opte siempre por negociar”, dijo Orlando Díaz, quien trabajó 16 años como fiscal y ahora es abogado de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado.

¿Cuánto cuesta resarcir un daño ambiental?

Durante años, Guatemala no contó con un método estandarizado para calcular cuánto se debía pagar para resarcir un daño ambiental. Se podía decidir caso por caso, según el criterio de fiscales y jueces. Esto cambió en 2018.

Ese año el Ministerio de Medio Ambiente creó una metodología para cuantificar los daños causados por un delito ambiental y así tener una forma objetiva de calcular los resarcimientos. El protocolo se basó en el utilizado en Perú.

El Acuerdo Ministerial que mandata el uso de la metodología aún no se publica en el diario oficial. Esto, en teoría, no debe impedir que este protocolo sea empleado por el Ministerio de Ambiente, siempre que alguien le pida hacer una valoración.

El problema es que nadie obliga a la fiscalía a solicitar ese cálculo como parte de un proceso judicial. Y los datos evidencian que la fiscalía no lo está haciendo en la mayoría de casos.

Información proporcionada por el Ministerio de Ambiente muestra que, hasta finales de 2020, esta dependencia realizó 78 estudios de valoración de daño ambiental. En ese mismo periodo, la fiscalía solicitó 380 criterios de oportunidad. Es decir, en el 80% de los casos, no se utilizaron criterios técnicos para calcular los resarcimientos. Lo que predominó fue la discrecionalidad de jueces y fiscales. 

Niñas de la comunidad El Naranjo, en Ciudad de Guatemala, caminan junto al río contaminado que pasa frente a su hogar. Una gran espuma de productos químicos decora la escena.

En algunos casos, la metodología se empleó porque la Procuraduría General de la Nación (PGN), que representa los intereses del Estado en los tribunales, era parte del proceso y fue la que pidió al Ministerio de Ambiente realizar la valoración del daño.

La PGN, sin embargo, no se presenta en todos los procesos por delitos ambientales y, de hecho, ha denunciado que la fiscalía procura no hacerla parte de sus casos.   

Ignorar la metodología y rechazar la presencia de la PGN tiene una ventaja para la fiscalía: le otorga flexibilidad para negociar los pagos y lograr que el acusado acceda al criterio de oportunidad y no opte por ir a juicio.

Así lo muestra un caso que comenzó en 2015 y que aún está pendiente de resolución por explotación ilegal de recursos naturales ocurrido en Chinautla, en el área metropolitana de la capital. Allí, entre 2000 y 2105, Constructora Lagunilla extrajo materiales de un río violando la legislación ambiental. La empresa desvió el cauce para poder explotar bancos de arena, lo que perjudicó a la naturaleza y provocó inundaciones de zonas habitadas.

El caso fue investigado por la fiscalía, que desde el inicio quiso negociar un criterio de oportunidad, según expuso una fuente que conoció de primera mano el asunto y pidió no ser identificada.

En 2019, la PGN solicitó al Ministerio de Ambiente la valoración del daño causado. El informe concluyó que el resarcimiento debía ascender a unos 400 mil dólares, cifra que multiplica por diez lo pagado en otros resarcimientos.  Al conocer la cifra que se le reclamaba, la empresa optó por ir a juicio.

Sí contamina, pero es “sin querer”

Cuando testificó ante los fiscales, el procesado José Arnulfo García Barrios admitió que su empresa, American Vitalab, fabricante de vitaminas y ampollas para la industria farmacéutica “probablemente había contaminado”, pero que lo había hecho “involuntariamente”.

Esto resulta cuestionable, al menos.

Desde el año 2000, el laboratorio se instaló en un sector de la zona 8 de Mixco. No contaba con una planta tratadora. No la había instalado en 2006, cuando se aprobó una ley que, por primera vez, fijaba características mínimas de calidad de agua que las empresas debían cumplir antes de desecharla. Tampoco lo hizo en 2011, cuando las compañías debían alcanzar las primeras metas de la legislación de 2006.

La empresa optó por algo más barato que una planta de tratamiento: instaló una fosa séptica y un pozo de absorción. Esto era apropiado para aguas residuales domésticas, pero no para una industria que debía cumplir con las regulaciones de 2006.

Grandes toneles de soda cáustica son vistos dentro de una de las instalaciones donde se cultiva la palma aceitera.

Cuando el Ministerio de Ambiente inspeccionó a American Vitalab en 2013, encontró que las aguas que vertía eran demasiado salinas y tenían alta presencia de grasas y materia flotante. Un nuevo análisis, tres años después, arrojó resultados similares. 

La fiscalía acusó a la empresa por contaminación industrial. El representante legal de American Vitalab debía enfrentar una pena de hasta 10 años de prisión, entre otras sanciones.

Cuando ya negociaba un criterio de oportunidad con la empresa, la fiscalía decidió cambiar su acusación. No modificó la gravedad del delito, pero sí el grado de participación del acusado.

García Barrios —argumentó la fiscalía— no actuó con “dolo”, si no con “culpa”; es decir, que, como el propio procesado había alegado, sí había contaminado durante años, pero sin querer. Este cambio abrió la puerta al criterio de oportunidad. El caso se resolvió en 2016 con un resarcimiento equivalente a 7,800 dólares y la construcción de la planta de tratamiento.

La contaminación industrial, al igual que otros delitos ambientales graves, no permite la concesión inmediata del criterio de oportunidad porque supera los cinco años de pena máxima.

En estos casos la fiscalía tiene que encontrar argumentos para convencer al juez de que autorice el criterio de oportunidad. Con frecuencia, como muestran los expedientes consultados, el motivo que se emplea es el que se usó en el caso de American Vitalab: no hubo “dolo”, solo “culpa”.

Esto se aplicó aún en los casos, como el de American Vitalab, en el que existían evidencias de que el delito se cometió durante años; que no fue resultado de un accidente, sino de decisiones de compañías para las que resulta barato ignorar la legislación.

American Vitalab había decidido no construir una depuradora. El grupo HAME, en el caso de su planta aceitera de San Marcos, había preferido no darle el mantenimiento adecuado a la suya ni revestir sus lagunas de oxidación para evitar la filtración de metales al manto freático.

En 11 de los 17 expedientes de casos ambientales a los que se pudo acceder para esta investigación se hallaron evidencias de que los delitos no fueron fruto de un error. Y sin embargo, en todo ellos, la fiscalía pidió el criterio de oportunidad porque consideró que no había existido voluntad de contaminar.

En algunos casos, es evidente que las empresas contaminaron conscientemente durante muchos años.

En 2008, un grupo de vecinos denunció a Servicios del Mundo Verde, inmobiliaria que desarrolló el residencial Cañadas del Río Colonial, en San Miguel Petapa, al sur del área metropolitana. Según la versión de la denunciantes, la empresa vertía las aguas negras del residencial al río Pinula.

La fiscalía tardó en actuar, pero cuando lo hizo, seis años después, en 2014, encontró que Servicios del Mundo Verde seguía haciendo lo mismo. La empresa sí tenía una planta de tratamiento, pero había construido un “bypass” para que el agua no la atravesara y fuera directamente al Pinula. Los análisis mostraron que las aguas tenían niveles prohibidos de restos fecales, entre otros contaminantes.

A pesar de haber vertido aguas negras a un río durante, al menos, seis años, Servicios del Mundo Verde solventó su situación con un criterio de oportunidad y un pago de poco menos de 9 mil dólares. Según la fiscalía, la empresa actuó sin dolo.

En otros casos fue la ausencia de una investigación exhaustiva lo que le permitió a la fiscalía argumentar que el acusado merecía el criterio de oportunidad. Los delitos no parecían graves o continuados porque nunca se trató demostrar lo contrario.

Esto resulta evidente en los casos de Galcasa y Mavico, con los que se abre este reportaje.

En el proceso de la constructora Mavico por destrucción de árboles de guachipilín, la fiscalía nunca estableció durante cuánto tiempo la empresa deforestó la rivera del río Cabuz ni calculó cuántos árboles se habían cortado. En el expediente no constan entrevistas con vecinos o imágenes satelitales que muestren cómo era la zona. La empresa sólo fue acusada de talar la madera que le había sido incautada el día en que la Policía allanó sus instalaciones. 

Troncos de madera de pino son apilados para su venta, sin licencia medioambiental, en San José Poaquil.

En el caso contra Galcasa, la fabricante de láminas que vertió metales al suelo; a pesar de la peligrosidad de algunos contaminantes descubiertos, la fiscalía nunca investigó durante cuánto tiempo se realizó la acción o si causó daños a la salud de, por ejemplo, el personal de la empresa que se dedicaba a regar con las aguas residuales.

Los dictámenes técnicos incluidos en el expediente muestran que la planta de tratamiento de la empresa no funcionaba bien. Además, mientras duró el proceso judicial, entre 2014 y 2016, Galcasa volvió a dar positivo en metales pesados en tres análisis de aguas. La fiscalía no hizo más pesquisas. Sostuvo que no había ningún indicio, negoció un resarcimiento y, como siempre, buscó el criterio de oportunidad.


Investigación: Asier Andrés
Fotografía: Oliver de Ros
Edición: Thelma Gómez
Coordinación: Elsa Cabria y Ximena Villagrán


Naturaleza castigada es un proyecto sobre la impunidad ambiental en Centroamérica producido por El Intercambio publicado en alianza con Mongabay, Contracorriente, Ocote y MalaYerba, con apoyo de Fundación Ford.