Sembrar y resistir: las agricultoras salvadoreñas que viven a 5 kilómetros de una mina

En 2022 revivieron las conversaciones en torno a la reactivación de la mina Cerro Blanco, en Guatemala. A casi 5 kilómetros de distancia de esta, una decena de mujeres agricultoras en Pita Floja, Metapán, uno de los municipios del Corredor Seco Centroamericano, resisten a la mina que, de reactivarse, traería consecuencias irreparables a un caserío destinado a la desidia estatal.


Es marzo. Pita Floja, en Metapán, al occidente de El Salvador, parece fundirse bajo un sol que solo puede brillar así en un espacio bautizado como Corredor Seco Centroamericano: un tramo de tierra de 1,600 kilómetros de largo que concentra cerca del 90 % de la población centroamericana. Una región acostumbrada a largos períodos sin lluvia. Y que en lo que resta de 2023 tiene un panorama más desolador: el fenómeno de El Niño, que calienta la atmósfera y cambia patrones de circulación en todo el mundo, ya ocasionó aumentos de temperatura extremos en esta y otras zonas a escala mundial. 

En este caserío fronterizo, donde Guatemala y El Salvador se funden un solo territorio de maleza seca, donde se vive la crisis climática y la conciencia ambiental escasea tanto o más que la lluvia; hay un grupo de mujeres que en su lucha por el agua afrontan sequía, una mina guatemalteca y el escarnio social. 

Esta es la historia del surgimiento de la conciencia ambiental en mujeres rurales de Pita Floja, que viven de la agricultura en el corredor seco y que llevan sobre sus hombros el conocimiento que la mina Cerro Blanco, instalada en territorio guatemalteco y a 5 kilómetros de distancia de su hogar, amenaza con secarles el único afluente del que sobreviven 90 personas en el caserío salvadoreño. 

Pita Floja, en Metapán, se encuentra en el Corredor Seco, una área geográfica centroamericana en la que incide la sequía. Foto: Kellys Portillo.

Es marzo y en Pita Floja ocurrió un suceso tan raro de ver como la lluvia: la visita de los técnicos del Centro Nacional de Tecnología Agropecuaria y Forestal (CENTA). 50 hombres y mujeres agricultoras se apiñan en un espacio de tierra privilegiado: bajo la sombra de un árbol de morro. Desde ahí escuchan al ingeniero, que no tiene buenas noticias para el caserío.

“Este lugar va a sufrir las consecuencias de la sequía”, dice Juan José Jaime, técnico extensionista de la agencia en Metapán del CENTA. Jaime se adelanta a alertas como las de la Organización Meteorológica Mundial, que advirtió, incluso, que los Gobiernos del mundo deben prepararse para “más eventos climáticos extremos y temperaturas récords en los próximos meses” a causa del fenómeno El Niño. 

Alerta, también, de la canícula pronosticada para julio y agosto en El Salvador. Un fenómeno que trae más ausencia de lluvia y, por ende, más días secos consecutivos. Un fenómeno que no hace más que agravar el calor extremo y la aridez en paisajes como el de Pita Floja.

Y aunque el técnico del CENTA habla de sequías prolongadas, de cultivos que se pierden, de calor extremo, los agricultores lo escuchan como quien oye un anuncio irrelevante en la radio.

“Es que aquí es normal eso”, dice una mujer delgada de ojos que todo lo escudriñan. Ella toma nota de los asistentes a la reunión que se desarrolla en su vivienda. Ella patrocina la tan anhelada sombra que protege a sus vecinos del calor centroamericano. Ella conoce los nombres de cada persona que hoy agradece por ese árbol de morro. Ella es Guadalupe Alas.

Guadalupe es sinónimo de liderazgo, de encuentro y de sombra aquí en Pita Floja. Hábil con las llamadas y con las listas, es el contacto directo entre la comunidad y el CENTA. Es quien reúne a la comunidad para escuchar lo que ya saben. 

Guadalupe es, también, una de las primeras en el caserío que dimensionó que a 5 kilómetros de distancia de donde hoy hablan de sequías y de calor extremo, existe una mina de oro y plata que, de reactivarse, impactaría a Pita Floja en la parte más vulnerable: el agua.

En noviembre de 2021, la empresa canadiense Bluestone Resources solicitó al Gobierno de Guatemala transformar Cerro Blanco, una mina subterránea, en un proyecto minero de oro y plata a cielo abierto. Esto encendió las alarmas ambientalistas tanto en Guatemala como en El Salvador por la inminente contaminación con metales pesados en cuerpos de agua tan importantes como el río Lempa en El Salvador, que abastece de agua potable a 1.5 millones de salvadoreños.

Y aunque en 2022 los habitantes de Asunción Mita, en Guatemala, rechazaron cualquier explotación minera en su municipio, a través de una consulta popular; ni Guatemala ni El Salvador cuentan con planes concretos para detener estas operaciones. 

Solo queda la zozobra.

“Aparte de la falta de agua, tenemos la mina Cerro Blanco. Tenemos doble problemática, imagínese”, dice Guadalupe mientras revisa que los nombres de los asistentes aparezcan en la lista del CENTA. Uno a uno, los agricultores empiezan a dejar el patio de tierra de Guadalupe con la pereza de quien sabe que los rayos del sol de marzo le esperan.

Aquí solo quedó un grupo reducido. Siete mujeres que se acercan con timidez a Guadalupe, que ya está coordinando la próxima visita del CENTA a Pita Floja. 

“¿Quieren que hablemos de la mina?”, pregunta una de ellas.

Las agricultoras de Pita Floja se reúnen en la fuente de agua de su comunidad. Foto: Kellys Portillo.

Defender es destino

Pita Floja tiene más cerca una mina que un hospital. Por ejemplo, al Hospital Nacional Arturo Morales, en Metapán, se llega luego de un recorrido de dos horas entre veredas solitarias rodeadas de árboles secos. A Cerro Blanco, lugar donde se instaló la mina, se llega en diez minutos en carro.

Pita Floja es una región olvidada por gobiernos centrales, alcaldías, ministerios y organizaciones no gubernamentales, de acuerdo con Nelly Rivera de la Asociación de Mujeres Ambientalistas de El Salvador (AMAES). Rivera llegó hasta este poblado perdido en 2020, meses antes de la cuarentena obligatoria por la pandemia por Covid-19.

“Es una zona bastante remota”, dice Rivera a través del teléfono cuando recuerda el calor de Pita Floja. Ella llegó hasta acá “buscando a quién concientizar sobre proyectos extractivistas”, dice. AMAES no tiene un plan o ruta definida, de acuerdo con Rivera. Acá van cuando ajusta el presupuesto.  Y, cuando lo hacen, el punto de reunión es siempre el corredor al aire libre de la casa de Guadalupe Alas.

“Nos dijeron que ella era la lideresa de la comunidad”, cuenta Rivera. Y AMAES atrajo hasta el patio de Guadalupe a 18 mujeres, todas vecinas de Pita Floja. Aquí hablaban de formación ambientalista, empoderamiento femenino, ecofeminismo, de los peligros de la crisis climática y de proyectos extractivistas como la mina Cerro Blanco.

Las mujeres que escuchaban a Rivera buscaron cómo colaborar. Cómo apoyar a la mujer que había llegado desde tan lejos para hablarles, a algunas por primera vez, de los peligros de Cerro Blanco. 

Ahí hablaron, por ejemplo, de los hallazgos del consultor en minería y doctor en geofísica Steven Emerman, presentados en un informe de análisis preliminar al Estudio de Impacto Ambiental (EIA) que la empresa de origen canadiense Bluestone Resources presentó para obtener permiso ambiental. Lo que más llamó la atención de las mujeres, entre otros aspectos, fue que una posible falla en el almacenamiento de desechos mineros provocaría el deslizamiento de estos en afluentes del río Ostúa, que desemboca en el lago de Güija.

“Por ser fronterizos con Guatemala, nos afectaría más a nosotras en ese aspecto. Así fue como ella nos explicó cuál era el motivo por el que habían llegado hasta acá”, dice Guadalupe sobre la primera visita de Nelly Rivera de AMAES, en 2020. 

De las 18 mujeres que se reunieron la primera vez en casa de Guadalupe queda una decena. Todas se dedican a la agricultura de subsistencia y a las labores de cuidado en sus hogares. Las mujeres de Pita Floja hablan de crisis climática y de pluviómetros como de cosechas y recetas de cocina.

Guadalupe es una de las mujeres que persiste en la lucha contra la minería que se encuentra a cinco kilómetros de su comunidad. Ella, también, se ocupa de las tareas del cuidado de su hogar. Foto: Kellys Portillo 

En Pita Floja hay un solo pluviómetro. Guadalupe Alas es la encargada del artefacto, que entra en funcionamiento cada 1 de mayo en el patio de su vivienda. Así, el CENTA lleva registro de las precipitaciones en el caserío. “A veces, hemos tenido hasta 20 días sin lluvia en estación húmeda”, dice Guadalupe. El resto de las mujeres asiente. 

El grupo de mujeres sabe que la mina “está cerca”. Sabe que su reactivación implicaría la contaminación y la posible sequía de la única fuente de agua de la que dependen 90 personas. Lo saben por AMAES. Lo saben, pero en el caserío son las únicas aparentemente preocupadas. 

“No le toman importancia al asunto. Ellos piensan que esto es cosa de mujeres, no más. Que ellos no tienen por qué involucrarse, que nosotras lo hacemos por perder el tiempo. Que no tenemos oficio”, explica Guadalupe. “Ellos” son los vecinos que dirigen la ADESCO de Pita Floja. “Ellos” son los vecinos que no las quieren escuchar.

“Nosotras acá estamos solas. Es algo que no le interesa a nadie”, dice Guadalupe, que sostiene un cartel de protesta contra la mina Cerro Blanco en sus manos.

Las agricultoras hacen jornadas de limpieza del afluente de Pita Floja. Kellys Portillo.

Cuando resistir es la norma

“El medio ambiente es sinónimo de vida”, dice Adela, una sexagenaria gruesa de carácter bromista y alentador. “Es lo que nos rodea, es lo que comemos y con lo que vivimos”, explica.

Las demás sonríen ante el tono de la mujer. Asienten. “Sin eso nos morimos”, dice Yanira, con la mirada perdida. “Eso es lo que nos ha enseñado la niña Nelly”, explica.

Aquí no hay tuitazos. Tampoco pancartas exigiendo acción al presidente Nayib Bukele por la mina Cerro Blanco. Aquí hay plantas medicinales, hay huertos caseros, hay reservorios de agua lluvia, hay butes, pececitos que pescan en el afluente, en las pilas para evitar el uso de venenos contaminantes. Aquí hay, sobre todo, discusión.

Nelly Rivera dice que el grupo de mujeres de Pita Floja “está trabajando” su identidad y organización dentro de todas sus limitaciones, por eso se sienten diferentes al grupo, agrega. Pese a las claras desventajas, Nelly reconoce la resistencia ambiental que el grupo  hace desde la agricultura y las labores del cuidado. 

“Donde nos juntamos mujeres para entender la defensa de nuestros cuerpos a través de la defensa de los territorios”, dice Rivera. “Y es que para defender los derechos de las mujeres, tenemos que defender, también, los derechos de la madre tierra”, agrega.

Esto le explicaron a las mujeres de Pita Floja. Eso les ofrecieron. Y ellas, desde su territorio en peligro, aceptaron. 

“No me gustaría hablar de niveles. No podemos hablar de altos, medios o bajos. Son procesos que cada mujer lleva, según lo que puede caminar”, sentencia Rivera. “Nosotras somos respetuosas de ese caminar. No las vamos a discriminar porque no avanzan a nuestro ritmo. Tampoco porque dejen los espacios. Cada quién camina lo que puede”, dice Rivera.

Y en Pita Floja, bajo los rayos de un sol inclemente y entre la aridez de la tierra, un grupo de mujeres vigila que la vena de agua que surge de las profundidades de la tierra esté limpia. Siembran, dice Guadalupe, con las técnicas que Nelly Rivera y las ecofeministas les dejaron. Siembran así, dice, para proteger su pedazo de tierra.

Este reportaje es parte del especial Defensores del lago de Güija.

Un trabajo de Quorum (Guatemala), Alharaca (El Salvador), y MalaYerba (El Salvador).

Gracias al apoyo de Free Press Unlimited.